viernes, 4 de julio de 2014

Miradas vacías

Llegué de noche a ese parque con juegos infantiles oxidados al fondo. Observé con atención al origen de los chirridos que llenaban aquella madrugada, los columpios se mecían y el subibaja también. Me acerqué despacio y pude notar risas infantiles, primero muy quedo y luego aumentaron conforme me acercaba a los juegos.

Resaltaba la derruida iglesia con la luna asomándose entre sus ventanas, toda rodeada de árboles caducos, troncos erectos como esqueletos en el jardín. Entre la oscuridad y el débil brillo lunar distinguí las menudas figuras de niños no mayores de 10 años, primero vi a dos, luego tres y cuatro. Mi corazón se detuvo un instante para notar cómo una fría punzada crecía en su interior.

No percibí el frío característico en el ambiente que acompaña a los espantos y aparecidos. Tampoco flotaba pestilencia alguna de azufre. Todo seguía siendo normal exceptuando el hecho de unos infantes jugando ruidosamente en plena madrugada en un pueblo arrasado años atrás por la guerra y sus funestas consecuencias: Los juegos aún se mostraban negros y oxidados a consecuencia de la explosión atómica que arrasó con toda forma de vida. A través de mi ropa sentía mi piel erizándose al notar que esos niños, que no prestaban atención a mi presencia, reían y jugaban produciendo un ruido muy extraño y sordo. Sus pasos en el suelo con hojas secas sonaban como si corrieran sobre tierra floja; las nubes flotaban pesadas y dispersas en el cielo, cubriendo la luna; centré mi vista de nuevo en ellos, no podía distinguir sus rostros y eso me angustiaba.

Respirando profundo intenté relajarme. Después de todo, siendo forastero en aquellos lugares no podía juzgar las costumbres de los locales; cerré los ojos y me concentré en lo que les diría a esos niños, escogí las palabras cuidadosamente para no sonar agresivo ni sospechoso. Al caminar y acercarme saludé con voz audible... Me pasmó notar que mi voz no se propagaba más allá de un par de metros, como si estuviera encerrado por paredes invisibles de cristal, seguí avanzando mientras les preguntaba si me podían indicar dónde había un hostal para pernoctar. Ninguno pareció escucharme, sus risas me parecieron todavía más lejanas, como si provinieran de algún lugar a espaldas de los juegos infantiles, entre los muros de los edificios que aún seguían en pie. Comencé a sentir esa aprensión que nos grita desaforadamente que tomamos la decisión más estúpida de entre todas las posibles elecciones y me detuve en seco a escasa distancia de una pequeña que pasó corriendo tan cerca de mí que podría haberla tomado sin problema de la cintura y levantarla en vilo para exigirle una respuesta. Ni siquiera sentí su peso retumbando en la tierra...

El cielo se rasgaba en partes dejando brillar el tenue halo lunar, cesaron los gritos y las risas, los juegos dejaron de mecerse al punto, como detenidos por manos invisibles en el movimiento de descenso o de ascenso, desaparecieron las siluetas que jugaban pero las nubes seguían avanzando en el cielo cada vez más dispersas y delgadas. El aire abajo parecía estancado y el tiempo dudaba entre avanzar o echar raíces y florecer en una eternidad; por mi frente se deslizaba una gota de sudor que se detuvo a medio camino, era como tener una gota de lluvia que nunca se evapora adherida a la piel. El cielo se despejó por completo y se iluminó levemente el solar donde me encontraba; me acerqué a los juegos y pude ver aún las huellas de los niños que jugaban ahí al momento de explotar la bomba muy por encima de sus cabezas.

Aquello debió ser horrible: En un parpadeo brillaba un segundo sol en el cielo, con mayor intensidad que el astro rey y con más calor, un calor flamígero que incendia el aire alrededor, dentro de los pulmones mismos. Al instante siguiente todo es exageradamente luminoso, casi podría decirse que en ese momento no existen sombras, nada más luz que incendia todo lo que toca. El viento que sigue después arrastra las cenizas moldeadas con perfección al cuerpo vivo que se carbonizó en milisegundos pero no consigue borrar las huellas... Entonces sí, se rompe el silencio y llega el caos, el ruido exagerado como cien mil máquinas rugiendo, como la voz de Dios que debió escuchar Juan cuando le mostraron el Apocalipsis, desgarra la cordura y los tímpanos ¡PERO SIGUE ESCUCHÁNDOSE ESE RUGIDO FEROZ LLENO DE ODIO! Al pasar el viento y el ruido, vuelve la calma y entonces queda sólo el fuego purificando la destrucción y muertes injustificadas, innecesarias... Pero así es la guerra.

Aún hechizado e inmóvil por la visión que me llenó de tan profundo terror, volví a notar que las siluetas estaban ahí frente mío, esta vez observando con cruda fijeza. Cuando logré dominar mis sentidos y mi ser, pude ver los rostros de las apariciones y a la pálida luz mortecina de una luna creciente noté que no tenían piel alguna en el rostro, eran músculos negros, quemados y en lugar de ojos solo pude ver puñaditos de cenizas en las cuencas que, no obstante, miraban con una tristeza incontenible. Me veían fijos los agujeros de su calavera en mi rostro, sonidos viejos como canciones de antaño comenzaron a flotar alrededor y su eco era estremecedor; la voz que cantaba de pronto sonaba como a través de un tubo de metal, distorsionada, y el sonido que se reflejaba en las ruinas parecía sonar al revés en pequeños intervalos que fueron incrementando su duración hasta que la canción parecía ir y venir en el tiempo, adelante y atrás con una claridad que enloquecía los oídos y sesos.

Los ecos se fueron callando uno a uno y la canción cesó con un viento silbante que la silenció por completo, nada más se atrevió a romper el silencio impuesto por el gemido del aire. Sentí que el suelo bajo mis pies se volvía una pasta pegajosa y densa que me iba absorbiendo, parecía que caía sin caer en realidad; el cielo seguía claro, la luna palidecía y los edificios seguían deteriorándose mientras esas apariciones murmuraban algo incomprensible a través de sus bocas de carne hecha jirones, sin lengua. Las cuencas de sus ojos se iluminaron desde el fondo con una luz opaca, sin calor, blanca como la última luz que vieron resplandecer en el cielo, los murmullos subieron de volumen pero seguían siendo incomprensibles y yo aún caía sin chocar contra ningún fondo, parado sobre la tierra del solar de juegos.

La luz de sus ojos huecos contrastaba con la espesa negrura de sus bocas; la noche se iluminó con mayor intensidad que un medio día de caluroso verano, por un segundo no hubo sombras en ningún lado. Ante mí vi a aquellos niños que jugaban, sus rostros no mostraban heridas ni sus ropas eran harapos, sus mejillas lucían rosadas, sus bocas sonrientes. A un tiempo voltearon los cuatro hacia el cielo, en sus caras sorprendidas se reflejaba la intensa bola de fuego que se revolvía en el aire como un sol, hecho de fuego y muerte, un auténtico océano de llamas mortíferas contenidas en una esfera viva que latía incrementando su tamaño que explotó en silencio, consumiéndonos...

No recuerdo haber escuchado ningún sonido, sólo el resplandor que quemó mis ojos. Tampoco el calor abrasador pero sí el fuerte viento que me arrastró con él y fue a colarme entre las ruinas de la iglesia... De pronto todo fue paz otra vez, apagándose el cielo y reinando las sombras pesadas de la más cerrada medianoche.

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Levanto mi mano, luce renegrida, frágil, quebradiza. La acerco a mi rostro y con dedo indeciso toco mi mejilla derecha y ambos se desmoronan al contacto. Del lado izquierdo de mi rostro siento la piel colgando como una bandera ondulante al viento. Levanto la vista y me descubro solo en un pueblo muerto y solitario. Deambulo por las calles buscando un alma que me indique el camino para salir de ahí pero detrás de cada puerta caída de sus goznes y de cada ventana de cristales rotos no encontré más que polvo y huellas imborrables de seres que habitaron los espacios ya vacíos.

A lo lejos se escuchan chirridos y risas infantiles, pequeños pasos corriendo alrededor del subibaja y las cadenas de los columpios tensas en su oscilante movimiento. Me pierdo entre los edificios, llamando a gritos que nadie escucha, esperando una respuesta que se quedó esperando su pregunta y murió sentada. Tropezando con las piedras que hay por todo el suelo, siento un deseo intenso y profundo de llorar que queda eternamente reprimido en mi pecho, en mi garganta, en mis ojos... Las cuencas se quedarán secas por siempre.

4 comentarios:

  1. Excelente, como te lo dije desde el primer momento, me pareció demasiado interesante. Y debo decir que el desenlace me fascinó, digno de una historia intensa como esta.
    ¡Felicidades!

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  2. Gracias por tu comentario, Kaban mía de mi corazón.

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