martes, 2 de julio de 2013

Ego sum Meus...

Ego sum Meus!

Escuché el grito desde la lejanía, mientras aún subía la montaña. "Yo soy mío" no comprendí nunca esta afirmación ¿Para qué, en todo caso, sería necesario declarar tal pertenencia?

Escuché el mismo grito más tarde, cuando hube bajado la montaña, pisando ya el pavimento de la ciudad gris y acalorada. ¿Quién me está siguiendo mientras grita esa incoherencia? ¿Por qué ha venido hasta la plancha babilónica? ¿Es acaso un faquir que busca encallecer sus pies con el duro suelo citadino?

Avanzaba lentamente hacia la noche, sumido en un parque de antigua memoria. Entre las sombras de sus árboles y arbustos gritaron nuevamente esa frase latina. Seguía sin comprender el por qué de la necesidad de confirmarle al mundo su pertenencia, no había nadie allí que quisiera robarle algo a quien tal voz elevaba, tampoco lo había en la montaña.

Ego sum Meus!

Volvía a gritar la voz anónima, tan cercana a mi oído que pude sentir su aliento cálido acariciando mi oreja. ¿Dónde estaba la boca que así gritaba? No comprendía qué significado atribuirle a ese "Yo soy mío" que con tanta insistencia remarcaba el aire.

Noté que un arbusto a mi lado izquierdo se sacudía como penetrado por algún cuerpo más grande, de inmediato clavé mi atención en sus hojas y descubrí una figura, casi humana, entre ellas. Me miraba con la misma insistencia que mi vista mostraba.

Volvió a gritar su frase, soliloquio incomprensible para mi mente. Una vez más la gritó y ahora con más fuerza. Quise preguntarle el motivo de su proceder y salió corriendo de entre las ramas un hombrecillo delgado, desnudo, de carnes magras y cabellos grasientos. Sus piernas eran tan veloces como dos liebres que en el desierto corren en pos de la espina que les protege. Nunca logré alcanzarlo.

Sigo sin entender por qué me siguió desde su montaña hasta la ciudad, siempre gritándome "Yo soy mío" ¿Tenía miedo de pertenecer a alguien más?

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